sábado, febrero 23, 2008

Martín Sosa Cameron LOS VIAJEROS

MARTÍN SOSA CAMERON

A Cuca Cameron, mi madre


LOS VIAJEROS


PIEZA EN UN ACTO





PERSONAJES

PRIMER HOMBRE
PRIMERA MUJER
SEGUNDO HOMBRE
SEGUNDA MUJER
EMPLEADO DEL FERROCARRIL




En una estación de ferrocarril, al mediodía, sentados o parados, los VIAJEROS —dos HOMBRES y dos MUJERES— aguardan el tren alrededor de un largo banco.




PRIMER HOMBRE.— (A la PRIMERA MUJER.) ¿Demorará mucho en llegar el tren?
PRIMERA MUJER.— (Al PRIMER HOMBRE.) Creo que no: siempre es puntual.
PRIMER HOMBRE.— ¡Es que estoy tan apurado!
SEGUNDO HOMBRE Y SEGUNDA MUJER.— ¡Todos estamos apurados! ¡Llegará, llegará!
(Aparece el EMPLEADO DEL FERROCARRIL.)
PRIMER HOMBRE.— (Al EMPLEADO.) ¿Cuánto falta para que llegue el tren, señor?
EMPLEADO.— Muy poco: jamás demora, ni viene antes: es exacto.
LOS VIAJEROS.— ¡Estamos tan apurados!
EMPLEADO.— Por favor, tengan paciencia, no tardará (Se retira).
PRIMER HOMBRE.— (Al SEGUNDO HOMBRE.) Yo voy hacia el norte, ¿y usted?
SEGUNDO HOMBRE.— (Al PRIMER HOMBRE.) Yo hacia el este, (A la PRIMERA MUJER.) ¿y usted, señora?
PRIMERA MUJER.— (Al SEGUNDO HOMBRE.) Yo voy hacia el oeste, (A la SEGUNDA MUJER.) ¿y usted?
SEGUNDA MUJER.— (A la PRIMERA MUJER.) ¿Yo? Pues, yo voy al sur...
PRIMER HOMBRE.— Menos mal que todos vamos hacia distintos lugares, si no no podríamos tomar el mismo tren.
PRIMERA MUJER.— ¡Distintos y distantes!
SEGUNDO HOMBRE.— Ya no soporto esta espera, ¿estará retrasado?
PRIMERA MUJER.— Pareciera que sí; yo también comienzo a inquietarme.
LOS VIAJEROS.— ¡Se hace esperar muchísimo!
(Vuelve el EMPLEADO.)
EMPLEADO.— ¡Cómo! ¿Todavía están aquí?
LOS VIAJEROS.— ¡Claro! ¿Cómo habríamos de irnos si el tren no llegó?
EMPLEADO.— ¿Cómo que no llegó, si ya pasó? ¿No lo vieron?
LOS VIAJEROS.— ¿Cómo vamos a verlo? No ha pasado...
EMPLEADO.— Entonces lo han perdido: ya pasó, ¿cómo no se dieron cuenta?
LOS VIAJEROS.— ¿Cuándo, en qué momento? No vimos nada...
EMPLEADO.— ¿Cómo pueden ser tan distraídos? Es evidente que están aquí porque no lo vieron, por eso no lo tomaron: lo han perdido... Ya pasó y hasta mañana no hay otro.
LOS VIAJEROS.— ¡Pero si no lo vimos! ¡Ni lo oímos!
EMPLEADO.— ¡Es increíble! Pasó y ustedes no subieron.
LOS VIAJEROS.— ¡Caramba, usted! ¿Es que no entiende? ¡No pasó, no, no pasó, no pasó!
EMPLEADO.— Les digo que sí, hace sólo unos momentos, exactamente a la hora que debía, yo lo ví, controlen sus relojes si dudan. (Cada uno de los otros mira su reloj.)
LOS VIAJEROS.— Es cierto, a esta hora... ¡Se atrasó!
EMPLEADO.— ¡Eso es imposible! ¡Yo lo ví: ya pasó, no insistan!
LOS VIAJEROS.— (Entre sí y al EMPLEADO.) Y ahora, ¿qué haremos? ¡Hemos perdido el día! ¡Con el apuro y la urgencia que tenemos!
EMPLEADO.— El tiempo es un capricho..., ¡todo es relativo! Tendrán que volver mañana... ¡Y bien temprano! No sea que lo pierdan de nuevo...
PRIMERA MUJER.— Ahora cada uno deberá volver a la ciudad con las manos vacías, ¡otro día perdido! El tren es lo único que tenemos para llegar a nuestra ciudad y para salir de ella...
PRIMER HOMBRE.— ¡La ciudad es feísima! Ni caminos ni calles tiene, todas las casas están unas arriba de otras, ha ido creciendo por yuxtaposición, todo está pegado; la puerta de salida de una casa sólo sirve para entrar en la de al lado...
SEGUNDA MUJER.— ... O a la de arriba o a la de abajo... En la de atrás o en la de un costado...
SEGUNDO HOMBRE.— Vista de lejos, parece un montón de peñascos apilados, de infinitos escombros...
PRIMERA MUJER.— Todo es un inconveniente: mi pobre madre, con sus noventa años, vive sola a más de veinte metros de altura, y cada día, cada hora, debe subir y bajar como puede, sin ayuda, para conseguir sus alimentos, y le es imposible, por su edad, hacer muchos esfuerzos, de manera que no puede comprar varias cosas al mismo tiempo y luego acarrearlas: ¿cómo haría para subir, para trepar, con tanto peso colgando de sus gastados brazos? Entonces, sube y baja una y otra vez, una y otra vez para llevar a su cocina, una por una, las cosas que necesita...
PRIMER HOMBRE.— Todos los viejos tienen esos problemas... Tampoco tenemos intimidad: yo vivo con mi mujer a treinta metros de alto, nuestra cocina no abre a la calle sino al baño del vecino..., cada vez que salimos y entramos es un problema: y no tenemos otra puerta para salir de casa... Y de la del vecino hay que pasar a la de otro, y de la de éste a la de abajo, y a la de más abajo, y así...
SEGUNDA MUJER.— Y andamos todos chocándonos y cruzándonos adentro y afuera, a toda hora; pasear es imposible, distraerse también, sólo sabemos quejarnos.
SEGUNDO HOMBRE.— ¡Y ni qué decir cada vez que se demuele o se construye una casa! ¡Todos son trastornos!
PRIMERA MUJER.— Hasta que venimos acá, a la estación, nuestro único respiro... ¡y vean lo que nos pasa!
SEGUNDA MUJER.— ¡Lo que nos pesa!
PRIMER HOMBRE.— ¡Lo que nos pisa!
SEGUNDO HOMBRE.— Nuestra ciudad es el urbanismo llevado al máximo: es un bochorno, la capital de la promiscuidad; a veces no sé con quién estoy en mi cama...
PRIMERA MUJER.— ...Ni en el baño...
SEGUNDA MUJER.— ...Ni en el comedor...
PRIMER HOMBRE.— ¡Y todos somos tan indiferentes, tan apáticos!
SEGUNDO HOMBRE.— Los únicos que están cómodos son los que viven abajo: esos casi nunca tienen que subir.
PRIMERA MUJER.— Pero muchas veces necesitan algo, y entonces deben trepar.
SEGUNDO HOMBRE.— Y ya nada se puede modificar ni mejorar: abajo, a lo ancho, ya no hay lugar para construir: sólo nos queda crecer para arriba, como las ramas de un árbol.
PRIMERA MUJER.— Sí, pero de un árbol enloquecido, que pareciera tener el tronco más ancho que la copa... ¡Y eso que no tenemos árboles!
SEGUNDO HOMBRE.— Y tampoco podemos irnos, pues, ¿quién, sabiendo de dónde somos, va a querer comprar una casa en nuestra ciudad? Lo único que nos queda es irnos con las manos vacías, pero, por nuestros hábitos, ya no podemos vivir en otra parte.
PRIMER HOMBRE.— Ni los que curan enfermedades mentales se atreven con nosotros.
SEGUNDA MUJER.— Antes no sé cómo hacían con las urgencias; menos mal que luego apareció el dirigible...
PRIMER HOMBRE.— ...Luego el globo...
SEGUNDO HOMBRE.— ...Y ahora el helicóptero...
PRIMERA MUJER.— Necesitaríamos cohetes para que suban los de abajo y paracaídas para que desciendan suavemente los de arriba...
EMPLEADO.— ¿Y el tren? ¿No es lo más útil?
PRIMERA MUJER.— El tren, claro, pero lo perdemos...: ¡no podemos ser puntuales!
PRIMER HOMBRE.— Los del tren nos desprecian, no tienen contemplación, ni caridad, ni calidad...
EMPLEADO.— Nosotros somos muy respetuosos con todos nuestros clientes.
SEGUNDO HOMBRE.— (A la PRIMERA MUJER.) Estos empleados del ferrocarril son todos unos farsantes, hipócritas y desconsiderados.
EMPLEADO.— (Al SEGUNDO HOMBRE.) ¿Qué dice usted? ¿No está conforme con el tren?
LOS VIAJEROS.— (Al EMPLEADO.) ¡Oh, sí: sí, señor, estamos muy conformes, contentos y felices!
EMPLEADO.— ¡Eso quería oír! ¡Somos infalibles!
PRIMER HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) Si no les doramos la píldora, el tren pasará de largo por aquí, y ya no tendremos qué usar; estamos a merced de sus antojos, sus horarios y su beneficio: nadie nos toma en cuenta.
SEGUNDO HOMBRE, PRIMERA MUJER Y SEGUNDA MUJER.— (Al PRIMER HOMBRE.)
Tiene usted toda la razón, ¿quién puede tenernos en cuenta? Somos de la peor ciudad del mundo.
PRIMER HOMBRE.— No tenemos pasado ni porvenir, nos han olvidado, carecemos de perspectivas, y eso es culpa de los intelectuales como éste (Señala al EMPLEADO).
SEGUNDO HOMBRE, PRIMERA MUJER Y SEGUNDA MUJER.— ¡Los intelectuales son los causantes de todos nuestros problemas!
EMPLEADO.— Si no fuera por nosotros, ¿qué sería de ustedes?
LOS VIAJEROS.— (Al EMPLEADO.) ¡Intelectuales! Para lo único que sirven es para escribir.
PRIMER HOMBRE.— ¿Qué es uno que escribe? ¿Un escritor? ¿Qué es un escritor?
SEGUNDO HOMBRE.— Es lo que hacen los genios cuando no sirven para otra cosa... Este (Señala al EMPLEADO.) al menos pierde algo de tiempo en esta estación, ¡tampoco ellos obtienen mejores empleos!
PRIMERA MUJER.— ¡Pero están más cómodos que nosotros!
SEGUNDA MUJER.— Cualquier trabajo en nuestra ciudad es insoportable.
PRIMERA MUJER.— El peor de todos es dar clases en una escuela.
SEGUNDO HOMBRE.— ¡No: lo más inaguantable es el de los que se dedican a la limpieza! ¿Cómo hacer para que una ciudad como la nuestra esté limpia, higiénica?
PRIMERA MUJER.— Para ninguno es fácil, por eso nadie quiere a nuestra ciudad ni a los que vivimos en ella.
EMPLEADO.— ¿Pueden dejar de quejarse?
PRIMER HOMBRE.— (Al EMPLEADO.) ¿Qué sabe usted, que sólo conoce de poesía?
PRIMERA MUJER.— La poesía es un arte para niños: más compleja es la natación.
SEGUNDA MUJER.— Pero en nuestra ciudad nadie puede practicarla.
EMPLEADO.— ¿A qué? ¿A la poesía? ¿Nadie sabe leer de ustedes? ¿Lo han olvidado?
PRIMER HOMBRE.— El arte, las ciencias y todas esas tonterías, como la teología, no sirven para nada: lo único que importa es la comida ¡eso vale la pena!
SEGUNDO HOMBRE.— ¡Y los medicamentos!
PRIMER HOMBRE.— Que son otra comida.
LOS VIAJEROS.— (Al EMPLEADO.) ¡Viva la comida! ¡La comida es el principio y el fin de la vida! ¡Comer es vivir!
EMPLEADO.— ¿No piensan, no rezan, no sienten otras cosas? ¡Carecen de alimentos mentales!
LOS VIAJEROS.— (Al EMPLEADO.) ¡Es que vivimos cansados, hartos, sólo sabemos comer! ¿Para qué queremos lo demás?
EMPLEADO.— Si no fuera por los imaginativos, los creadores, los que piensan, los más dotados, no tendrían ni el dirigible, ni el globo ni el tren y ni siquiera sus casas.
LOS VIAJEROS.— ¡Todo para nosotros es incómodo, insalubre, molesto! ¡Sólo nos movemos para alimentarnos!
PRIMER HOMBRE.— Sembramos frutas en macetas, criamos animales en nuestras salas de estar, no nos faltan ni el alimento ni el agua: por la conformación de nuestra ciudad, cada vez que llueve tenemos agua sin cesar.
EMPLEADO.— ¡Qué poco ambiciosos que son, como todos los quejosos! Están insatisfechos con ustedes mismos, por eso están llenos de odio hacia los demás y hacia ustedes, ¡resentidos! ¡No tienen espíritu! ¡Sólo les funciona el estómago!
PRIMER HOMBRE.— ¡Eso, eso, tiene razón! Yo tengo ganas de comer a esta hora, (A los otros VIAJEROS.) ¿y ustedes?
SEGUNDO HOMBRE.— ¡Yo también!
PRIMERA MUJER.— ¡Yo también!
SEGUNDA MUJER.— ¡Yo también!
SEGUNDO HOMBRE, PRIMERA MUJER Y SEGUNDA MUJER.— (Al unísono.) ¡Queremos comer!
PRIMER HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) ¿Volvemos a la ciudad?
SEGUNDO HOMBRE.— (Al EMPLEADO.) ¿No hay nada aquí, en la estación, para comer?
EMPLEADO.— Aquí sólo hay libros, y yo.
PRIMERA MUJER.— (Al EMPLEADO.) No insista, que si nos impacienta lo devoramos a usted.
SEGUNDA MUJER.— (A los otros VIAJEROS.) ¡Está apetitoso! Y además es joven, su carne debe ser tierna.
PRIMER HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) Cuando llegue la locomotora lo cocinamos en ella.
SEGUNDO HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) Pero deberemos esperar hasta mañana.
PRIMER HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) No podemos ser tan pacientes. Volver a la ciudad nos llevará tiempo, ¡y cuánto deberemos trepar! Mejor lo comemos ahora.
SEGUNDO HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) ¡Atrapémoslo ya! (Se abalanzan sobre el EMPLEADO.)
EMPLEADO.— ¿Están locos? Si me comen, ¿quién parará el tren? ¿Quién los atenderá?
LOS VIAJEROS.— Es un reflexivo, no podemos vencerle: tiene razón, ¿qué haremos sin él?
PRIMER HOMBRE.— (A los otros VIAJEROS.) Lo comemos sin ropa, la usa uno de nosotros para disfrazarse y así detener el tren.
EMPLEADO.— ¡No saben cómo hacerlo! ¡No tienen capacidad ni preparación! ¡Son unos ignorantes!
LOS VIAJEROS.— ¡Cállese, engreído! Lo disculpamos gracias al tren, ¡ya verá cuando volvamos! (Se retiran.)
EMPLEADO.— (Al público.) Desde hace años es así, todos los días, ¿cuándo pasará el tren? ¿Cuándo parará?
LAS VOCES DE LOS VIAJEROS.— Regresaremos, ya lo verá.
EMPLEADO.— ¡Sean puntuales, el tren es lujoso, cómodo y hermoso! Poco antes que ustedes vuelvan yo me iré primero.
LAS VOCES DE LOS VIAJEROS.— ¡Siempre dice lo mismo! ¡Siempre dice lo mismo!

domingo, febrero 17, 2008

Martín Sosa Cameron ¿ACASO EL ALMA NO ES IMPERSONAL?

MARTÍN SOSA CAMERON


¿ACASO EL ALMA NO ES IMPERSONAL?


PIEZA EN UN ACTO



PERSONAJES

(POR ORDEN DE APARICION)

UNA MUJER
UN HOMBRE




Un comedor agradable y muy iluminado; está amaneciendo. Una MUJER, que canturrea alegremente, acomoda las cosas para el desayuno. Ocupa una silla y bebe café. Aparece el HOMBRE, la besa y, mientras él toma asiento, ella le sirve algo.




HOMBRE.— (Sacando papel y lápiz de un bolsillo.) ¿Está todo en la mesa?
MUJER.— (Siempre con gesto amable, paciente y tranquilo.) Todo listo y preparado: puedes comenzar.
HOMBRE.— ¡Gracias! (Empieza a leer el papel y a hacer marcas según la MUJER le contesta. Luego de cada pregunta, tachará siempre ante las respuestas de ella, hasta que se indique que debe dejar de lado sus anotaciones.) ¿Dormiste?
MUJER.— Sí.
HOMBRE.— ¿Te despertaste?
MUJER.— Sí.
HOMBRE.— ¿Te levantaste?
MUJER.— Sí.
HOMBRE.— Debes corregirte, tener más cuidado y poner más atención: siempre dejas el peine lleno de pelos y el cepillo de la boca lleno de espuma y dientes. ¿Me atiendes?
MUJER.— Sí.
HOMBRE.— ¿Cómo todos los días?
MUJER.— Como todos los días.
HOMBRE.— ¿Qué hora es?
MUJER.— Algo más de las siete.
HOMBRE.— ¿Cómo siempre?
MUJER.— Siempre son las siete.
HOMBRE.— ¿El perro?
MUJER.— Está durmiendo.
HOMBRE.— ¿Los gatos?
MUJER.— Están descansando: toda la noche estuvieron afuera...
HOMBRE.— ¿Los otros animales?
MUJER.— El canario despertando, las lombrices en el tarro, la gallina empollando, los terneros mamando, la vaca mugiendo y el caballo roncando. El hipopótamo copulando.
HOMBRE.— (Sorprendido) ¿El hipopótamo? ¿Y con quién, si tenemos uno?
MUJER.— Qué sé yo, ¿solo?
HOMBRE.— (Más tranquilo.) ¡Ah..., solo, por supuesto...! (Breve pausa.) ¿Está caliente el desayuno?
MUJER.— Pruébalo y sabrás.
HOMBRE.— (Bebiendo algo.) ¡Mmmm! ¡Está delicioso! (Breve pausa.) ¿Y Leonor?
MUJER.— Fue a clase.
HOMBRE.— ¿Y Manuel?
MUJER.— Fue al hospital. Está en la sala de operaciones.
HOMBRE.— (Sorprendido.) ¿Está enfermo?
MUJER.— Pero, no: va a operar a sus pacientes.
HOMBRE.— ¿Y Cornelia?
MUJER.— Se fue a casar.
HOMBRE.— (Indignado.) ¿A cazar? ¡Cómo! ¿Es una asesina de animales?
MUJER.— No: a casar en su turno de casamiento.
HOMBRE.— (Confundido.) Cómo, ¿no estaba casada ya?
MUJER.— Sí, sí, pero es jueza: ¡Debe casar a otras parejas!
HOMBRE.— ¿Y Eugenio?
MUJER.— Entre sus papeles y escritos.
HOMBRE.— Cómo, ¿ahora es escritor?
MUJER.— No, es empleado.
HOMBRE.— ¿Y Julia?
MUJER.— Fue al prostíbulo.
HOMBRE.— ¿Al prostíbulo? ¿Cómo, ella, tan moralista?
MUJER.— Así es, fue a clausurarlo.
HOMBRE.— ¿Y Octavio?
MUJER.— En el cementerio.
HOMBRE.— Bueno, claro. ¿Y cuándo ocurrió su deceso?
MUJER.— ¿Su deceso?
HOMBRE.— Sí, ¿cuándo murió Octavio?
MUJER.— Pero, no: fue a despedir los restos de César.
HOMBRE.— Ah, sí, los restos. ¿Y qué sucederá con esa alma?
MUJER.— No sé... ¿Pero acaso el alma no es impersonal?
HOMBRE.— El alma es impersonal.
MUJER.— Bueno, pero se despiden sus restos: antes estaba entero: cuerpo y alma... Ahora sólo quedan sus restos, separados, solos, sin vida. Eso somos al fin de cuentas: un alma desconocida y un cuerpo que al final se pudre...
HOMBRE.— Por eso lo entierran; si lo dejaran a la vista nadie podría soportar su pudrición. (Breve pausa.) ¿Y Carolina?
MUJER.— Está en el manicomio.
HOMBRE.— ¿Enloqueció?
MUJER.— No, no: es enfermera.
HOMBRE.— ¿Y Tina?
MUJER.— Fue a su curso de natación. Es gratuito; para hacerlo sólo le piden que lleve lo imprescindible: una malla y algo de agua.
HOMBRE.— ¿Algo de agua?
MUJER.— Sí, para que tenga en donde nadar.
HOMBRE.— ¿Y Nataniel?
MUJER.— Está trabajando en el diseño de un mapamundi.
HOMBRE.— ¿Para qué necesita eso, si ya hay tantos?
MUJER.— Es un encargo especial que le hicieron, es grande: de tamaño natural.
HOMBRE.— Es un megalómano; además, qué poco sentido práctico: cuando lo termine, no tendrá en donde guardarlo.
MUJER.— Sí, (Riendo.) parece que servirá para envolver al planeta.
HOMBRE.— Deberá hacerlo en papel transparente para que no estemos a oscuras.
MUJER.— ¡Trabajo le costará hacerlo!
HOMBRE.— Desde la luna tal vez se lo pueda ver... ¿Y Megiseo? ¿Qué me dices de Megiseo?
MUJER.— Se convirtió en un canalla. Parecía tan inteligente... Ahora es un frustrado, un resentido que odia a los que tienen más inquietudes y conocimientos que él, ¡qué bajeza, qué ruindad! ¡Qué sensibilidad desaprovechada la suya! Es un indiferente a todas las cuestiones valiosas; sólo le preocupan el dinero, las cosas concretas y el sexo: parece una rata, su conversación es una cloaca.
HOMBRE.— Es que la inteligencia, cuando no se eleva y alimenta espiritualmente, impulsada por la curiosidad y buscando aprender, empobrecida en sus inclinaciones, se transforma en pura teoría: un perfecto disfraz de la iniquidad humana; Megiseo ya era abyecto y desagradable... Uno alimenta su mente para que ésta se libere: óyelo hablar y verás que tengo razón. Algunos necesitan interesarse por la pintura, por la ciencia, y otros por la caridad: el resultado es el mismo. (Tras una breve pausa.) ¿Hay mantel?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Servilletas?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Tazas?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Cubiertos?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Agua?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Leche?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Café?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Té?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Pan?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Manteca?
MUJER.— ¡Sí!
HOMBRE.— ¿Me olvido de algo?
MUJER.— No.
HOMBRE.— ¿Te olvidas de algo?
MUJER.— No.
HOMBRE.— ¿Y el automóvil?
MUJER.— En el baño: todavía jabonado...
HOMBRE.— ¿Cómo jabonado?
MUJER.— Es que necesitaba una limpieza a fondo.
HOMBRE.— ¿No alcanzó con la lluvia?
MUJER.— Más bien pareció encostrarlo.
HOMBRE.— ¿Y el techo?
MUJER.— Sobre las paredes.
HOMBRE.— ¿Y el piso?
MUJER.— Bajo las paredes.
HOMBRE.— ¿Y las paredes?
MUJER.— Trabadas entre el techo y el piso, conservando su forma y función.
HOMBRE.— Según veo, todo está en orden, como siempre... (Tras una breve pausa.) ¿Y las palabras?
MUJER.— Las estás usando.
HOMBRE.— ¿Y las ideas?
MUJER.— Las estás pensando, ¿las estás pensando?
HOMBRE.— (Dejando a un lado su papel y su lápiz.) Sí, sí... (Breve pausa.) Bien, todo en orden, como todos los días...
MUJER.— Siempre estamos haciendo las mismas cosas, todos los días, todas las horas... ¿Es esto la eternidad: hacer siempre las mismas cosas?
HOMBRE.— No me preguntes cosas profundas. Pareces tonta.
MUJER.— Y tú me preguntas cosas tontas.
HOMBRE.— Eres brillante.
MUJER.— Si esto es la eternidad, resulta compulsiva.
HOMBRE.— No es la eternidad. (Breve pausa.) ¿Me alcanzas el periódico?
MUJER.— (Tomando un diario.) La palabra periódico, medida del tiempo, niega la eternidad.
HOMBRE.— ¿Y los eones?
MUJER.— ¡Oh, tú y tus eones! Es difícil medir un eón, pero es fácil apresar un león.
HOMBRE.— ¡Dame ese diario, ignorante!
MUJER.— (Sin darle lo que pide, indicando algo en el diario.) Mira esta noticia: se reglamentó el aborto. La mujer, para tramitar la autorización, debe demostrar que está embarazada, y esa gestión administrativa le lleva sólo diez meses.
HOMBRE.— ¡Bah! Mejor es ser estéril. ¿Sabías que la esterilidad se hereda? Hay una predisposición genética: mis padres biológicos eran estériles.
MUJER.— Mi padre era impotente y mi madre frígida, por eso tuvieron pocos hijos.
HOMBRE.— Con eso se evita el complejo de culpa; pero lo traemos todos al nacer. Los depresivos son los que más lo arrastran.
MUJER.— No hablarás del pecado original.
HOMBRE.— Claro que no, aunque algunas religiones lo tomen como analogía. Para este complejo los depresivos son más sensibles. Los demás hubiesen deseado un genocidio prenatal. La fecundación es una aberración, ya que sólo uno de entre millones de espermatozoides tiene la posibilidad de nacer. (Breve pausa.) ¿Me das el diario?
MUJER.— Antes, ¿quieres conocer tu horóscopo?
HOMBRE.— Si hablas de horóscopo, ya no eres inteligente: la credulidad es una debilidad mental.
MUJER.— Dime de qué signo eres: hay doce.
HOMBRE.— Tonta: si sólo hay doce, hay millones de personas por signo; en consecuencia, no es mi horóscopo sino uno que está compartido con millones de otros, y cada persona es única, es un mundo.
MUJER.— Todo es según el día del nacimiento, el momento...
HOMBRE.— De acuerdo a la población actual de este planeta, hay catorce millones de personas que cumplen años cada día: ¡más de medio millón por hora!
MUJER.— Bueno, pero hay otros horóscopos, otras mancias: acá, este diario, trae casi todas: son unas setecientas.
HOMBRE.— ¿Setecientas formas de adivinar el futuro? (Burlón.) Vaya, cuánta ansiedad... Y qué gasto de papel.
MUJER.— Mira, por ejemplo, ¿cuál es tu número, cuáles son?
HOMBRE.— No me molestes con cosas infantiles y déjame leer algo serio.
MUJER.— Debes conocer el futuro.
HOMBRE.— La única forma de conocer el futuro es cuando ha pasado, pero pareciera que lo mejor, más cómodo, no es conocer y sí ignorarlo. Donde no hay razón hay tontería, generalidades. Además, el futuro es fruto de lo que hagamos hoy, del azar, de la riqueza imaginativa. Si fuera por tus magias y creencias, estaríamos en las cavernas; no simplifiques las cosas, no te empobrezcas ni me empobrezcas a mí. ¿Por qué siempre temes aprender cosas nuevas? ¿Por qué tienes miedo a aprender? ¿Por qué? ¿Por holgazanería? (Pensativo, de pronto.) Sin embargo, ¿qué es esa inercia, esa fatiga? ¿Es oscuridad psicológica? (Señalando el diario.) ¿Me das eso?
MUJER.— Acá hay varias formas de horóscopo: ¿De qué signo eres?
HOMBRE.— Soy del signo pensante, racional, ¡deja de molestarme! ¿No te das cuenta de que cada uno debe ser el protagonista de su propio destino, ya que cada uno es imprescindible para sí mismo?
MUJER.— ¿De qué signo eres, a cuál perteneces? Dímelo.
HOMBRE.— ¿Puedes dejar de molestarme con todas esas parcialidades? Estás tapando el sol con la mano. Los hombres no hace tanto que estamos en el planeta: no más de veinte millones de años, si incluyes a los prehomínidos. ¿Qué anunciaban los astros antes de la aparición de los hombres? ¿Lo que harían protozoarios y dinosaurios? Los astros tienen más que muchos millones de años: son siglos y más siglos de interminable antigüedad, ¿qué decían antes de nosotros, si es que algo decían? De todos los seres vivientes, vegetales y animales, sólo los hombres, tan egocéntricos, consultan esas cosas, como si los astros no existieran sino para ellos. ¡Qué exageración! Planetas y cuerpos que giran en el universo desde hace miles de milenios y todo eso sólo para aconsejar negocios, amoríos y otras cuestiones por el estilo. Hazme el favor y dame el diario, que esas boberías no son lo único que trae, me parece. Si realmente quieres conocer, saber algo, lee, piensa, estudia, esfuérzate; debes entender que la verdad no es una creencia, ni una suposición, no: la verdad es la duda, la búsqueda de un saber seguro. Para ello hay que meditar, aprender. Viejas como el mundo son la verdad y la mentira. Del mundo y de la mentira algo sabemos, pero de la verdad, ¿qué sabemos? (Breve pausa.) ¿Sabes en qué consiste la inteligencia? En la curiosidad, en la sensibilidad y el interés por las cuestiones superiores; ya te dije que cada uno tiene apetitos a su medida. ¿Te interesan el arte, la poesía, la filosofía, la ciencia? Si no es así, casi ni piensas ni sientes: es como si te arrastraras. A los animales, ¿qué puede interesarles, salvo sobrevivir? Pero gozan de las ventajas de ignorar que mueren cada instante. No tienen idea del tiempo, del tiempo agónico.
MUJER.— Por favor, no me abrumes, toma esto y léelo. ¡Déjame en paz!
HOMBRE.— (Levantando el diario.) Sí, la paz de los espíritus petrificados que eternizan la vida vacía.
MUJER.— ¡Yo respiro, duermo y como! ¡Yo vivo!
HOMBRE.— Te felicito.
MUJER.— ¿Y tú qué haces, todo el día con tus cosas inentendibles y tus libros ilegibles?
HOMBRE.— Eres cómoda y vulgar, no eres tú: quieres ser como los otros, ¿por qué no tratas de ser tú misma? Jamás dices algo distinto, algo interesante; sólo hablas para distraerme.
MUJER.— No eres normal como los otros: eres ridículo. A casi nadie le interesa lo que a ti te importa.
HOMBRE.— Y tú ya ni eres ridícula porque eres vulgar, irreflexiva: sólo sirves o quieres servir para la norma; careces de imaginación, de curiosidad, de ejercicio mental.
MUJER.— Careces de sentido práctico.
HOMBRE.— El sentido práctico que defiendes es nuestro pecado cotidiano.
MUJER.— ¡Pero si todos los días decimos y hacemos lo mismo!
HOMBRE.— Tú dices y haces lo mismo; después del desayuno vuelves a repetir y repetir lo mismo. Pero yo me renuevo, leo, pienso, mientras tú te vas quedando atrás, como una piedra, inmóvil; sólo con ideas y reflexión hay vida y movimiento; tú sólo respiras, como una ameba.
MUJER.— Me tienes cansada.
HOMBRE.— También me tienes cansado. (Breve pausa.) Estaba bien hecho el desayuno.
MUJER.— Si no fuera por mí, estarías hambriento.
HOMBRE.— También lo estaría sin la vaca que da su leche, el sol que da la luz para que todo florezca, la planta que da el café...
MUJER.— No sigas enumerando.
HOMBRE.— Y contigo estoy hambriento de otra cosa: ¿serán las glándulas, las hormonas, el olfato, tu belleza? Los sentimientos nobles deben ser recíprocos o no se los merece.
MUJER.— Eres el idiota más inteligente del mundo.
HOMBRE.— (Cariñoso.) Y tú a veces pareces inteligente.