miércoles, agosto 06, 2014

Hugo Wast Un desocupado


Hugo Wast



UN   DESOCUPADO





El rancho de Pedro estaba pegado al camino por donde los paisanos de la sierra grande bajan al pueblo a vender sus lanas, sus gallinas, sus frutas.

Quedaba también a la orilla de la acequia, que en los días de lluvia se enturbiaba con el agua de los senderos y desbordaba sobre un campito cubierto de achiras.

Crecían tantos yuyos a lo largo de la acequia, que llenaban el cauce y enturbiaban la corriente.

—No bien tenga un tiempito libre, la vo’a desyuyar... — decía Pedro, contemplándola sin moverse del umbral donde pasaba horas tomando mate.

Siempre tenía puesto el poncho de lana, que a la altura del hombro derecho ostentaba un buen remiendo. No en balde Pedro permanecía tantas horas de pie, arrimado al marco de su puerta. Hasta aquellos gruesos ponchos tejidos por las industriosas mujeres de la sierra se gastan al cabo.

Pedro buscaba trabajo, claro está. La tarde anterior le ofrecieron dos pesos diarios y la comida, en una cuadrilla de peones que estaban reparando la carretera. Y él aceptó. Tenía que hallarse a las siete de la mañana en el callejón de Mula Triste, distante media legua de su casa, y donde había plantado su carpa un ingeniero rubio.

—Al fin te vas a ocupar de algo! —díjole su mujer cuando él le refirió el trato.

—¡Psch!— hizo él, con displicencia—. Agarro esto para que no digan que estoy de balde; pero en cuantito me salga un trabajo mejor, lo dejo al gringo de la carretera. ¡Dos pesos y la comida! ¡Vaya un jornal!

Antes de salir el Sol levantóse Pedro, madrugador como todos los paisanos, y fue hasta el potrerillo donde soltaba el caballo y lo ensilló y lo ató al pie de una tala, el único árbol de su casa, plantado por Dios, ciertamente.

Buenos servicios prestábale el tala. Daba sombra al horno, y en su ramazón dormían las gallinas. Y en el verano, cuando se llenaba de frutitas rojas, a su copa acudían los loros barranqueros, las palomas de todo el lugar, y pájaros sin cuento.

Y Pedro, arrimado al marco, gozaba oyendo su algarabía, que se entretejía con el cristalino rumor de la acequia.

—No bien tenga un tiempito la vo’a desyuyar...

Se levantó, pues, al alba, y ensilló el caballo, como si fuera a salir. Pero no se crea que un caballo atado a la puerta del rancho de Pedro, ni de ningún otro paisano de la sierra, significa que su dueño está por salir. No. Es simplemente una costumbre, como la de los ricos, que mantienen su auto a la puerta por si se les ocurre dar un paseo.

—¿Y de ahí? —le preguntó su mujer. —¿Te vas o no te vas al trabajo?

El Sol ya empezaba a calentar. Las gallinas, las pocas gallinas de la Micaela, acudieron, esperando un puñado de maíz; pero ella las espantó; para que fuesen a buscarse la vida en el yuyal del potrerillo, donde no faltaban granos que comer.

—Dame un mate —dijo Pedro sin cambiar la postura.

Tomó un mate, dos, tres.

—¿Y de ahí?

—No vo’a dir nada. El gringo de la carretera nos está explotando. ¡Miren que pagarnos dos pesos!... ¡Vaya un jornal!

—Y la comida —añadió la Micaela.

—¡Bah! ¡Cómo se conoce que vos no has comido lo que dan en la cuagrilla a los peones! Polenta o sopa de pan, como pa’l loro. Algunos días un locro chirle, como pa los presos. Más bien vo’a bajar al pueblo a ver si hallo una changuita mejor pagada...

Este breve discurso le tomó bastante tiempo, pues era calmoso en el hablar, indicio de ideas asentadas y de nervios tranquilos.

Pasó un buen rato mirando al campo, las lomas pedregosas, los valles oscuros, las montañas leonadas, y hacia el pueblo. Una larga calle de álamos regados por la acequia, dormida bajo los yuyos.

Sobre el techo de paja del rancho de Pedro crecía la verdolaga en matas profusas y frescas, y al pie de las paredes, un matorral de ortigas, donde los hijitos de Pedro se pinchaban antes de llegar al uso de razón.

Los abrojos, las santamarías, el yuyo colorado, iban ganando el patio y los senderos.

La Micaela protestaba.

—¿Cuándo vas a agarrar una azada y a sacarme este yuyal?

Entre los matorrales espinosos anidaban las gallinas, y era difícil hallar sus huevos. Antes que ella, los encontraban los perros o el zorro que al atardecer hacía “¡guac, guac!” en los alcores.

Ya el disco de plata del Sol podía verse por arriba del tala cuando Pedro dejó de tomar mate.

—¡A ver, po, si te vas al pueblo a comprar carne pa’l puchero!

Pedro se movió lentamente hacia el caballo, que parecía dormido bajo las zumbadoras moscas del ardiente verano. Le desprendió la manea, recogió las riendas y saltó sobre el velludo apero.

—¿Entonces, ya no hay más carne? ¡Güeno! Vo’a ver si me fiyan unas achuras.

Se acomodó el sombrero y partió al trotecito por el callejón.

Su mujer lo vio alejarse, con cierto orgullo. La verdad es que pocos mozos tan guapos había en aquellos lugares.

Y ella lo mantenía bien zurcido y planchado, aunque fuera pobre su ropita, desde que él andaba sin trabajo.

Aguardó una hora, o dos, lo suficiente como para que él volviera del pueblo. Luego espió el camino, vio que nadie venía, y que la sombra del tala —su único reloj— iba acortándose.

Las gallinas volvían al patio; los perros, acosados por el hambre, daban de cuando en cuando un paseíto por la cocina. Pero allí no había más que una pava con agua, puesta al fuego. Y de un alambre del techo, que pasaba a lo largo de una botella perforada en el fondo (ingenioso mecanismo contra las ratas) pendía un ahumado pedacito de charqui.

No se advertían más provisiones en el rancho de Pedro.

Desilusionados, los perros volvían a salir y desde el patio, que dominaba el vasto mundo, como una plazoleta, olfateaban el aire. Allá a lo lejos, sobre el monte, en el aire cristalino, cerníanse los caranchos. La brisa traía aletazos nauseabundos.

Alguna yegua muerta, alguna vaca empantanada, algún potrillo degollado por el puma durante la noche.

Los perros salían a participar del festín, en buena compañía con las águilas y los buitres; y al atardecer volvían relamiéndose los hocicos.

—¡Mama, pan! —gimió Pedrito, que venía de la acequia con dos baldes de agua, para llenar la batea de su madre. Tenía ocho años y era flacucho, morenito y ágil como una avispa.

Apareció la Carlota, una chicuela de seis, que cargaba al menor de los hermanos, un rollizo “guagua” de dos meses.

—¡Pan, mama!— La Micaela miró el Sol; dejó de lavar y fue a descolgar el pedacito de charqui para asarlo.

—A ver, entretanto, si me juntas unos güevitos, pa’hacerles una tortilla.

Los chicuelos, descalzos, las bronceadas carnes al Sol, metiéronse en el yuyal, contentos de la promesa, y hallaron doce huevos en los nidos de esa mañana.

Pero la Micaela no les hizo la tortilla. Les repartió el charqui asado, en forma que hasta el nene tuvo su tirita; ató la puerta con un tiento, y bajó al pueblo seguida de sus chicos a vender los huevos y a comprar “vicios”: azúcar y yerba.

Solamente a la medianoche volvió Pedro, sin plata, sin carne y borracho.

A la mañana siguiente, cuando se le aclararon las ideas, dijo a su mujer:

—¡Ya tengo trabajo!

—¡Velay qué suerte! ¿Y dónde es?

—En la provincia de Santa Fe, pa la cosecha de maíz; pagan hasta cinco pesos por día y la comida. Ya me han apalabrado, y vamos a dir muchos mozos de este lugar.

—¿Y cuándo vas a dir?

—Cuando seya tiempo; todavía los maíces están verde.

—¡Velay! —respondió con sorna la Micaela—, ¿y yo vo’a estar como la vieja del purgatorio que se alegró porque le había nacido un nieto que iba a ser sacerdote, y la iba a sacar con la primera misa?

Pedro no respondió. Al rato dijo:

—Dame unos mates y andá preparándome la ropa...

—¿Y para qué la ropa?

—¡Pa’l viaje, po! ¿Te creés que vu’a dir con lo puesto, nada más?...

—La Micaela rebuscó en el baúl, y sacó los trapos de Pedro, sentóse en el umbral y se puso a zurcirlos, echando tristes miradas a un maizal vecino que las palomas empezaban a perseguir.

—Ya están buenos los choclos —dijo Pedro, mostrando sin envidia aquella chacra.

—Si vos hubieras sembrado en el potrerillo —respondió la Micaela—, tendríamos maíz también nosotros.

—No tengo arado. Con lo que gane en Santa Fe, vo’a comprar uno, y el año que viene sembraré el potrerillo.

Y se quedó afirmado en el marco de la puerta, mirando al campo, sin prisa, sin imaginación, sin remordimiento.