lunes, diciembre 14, 2015

O. Paz, G. Marcel, J-D. Martinet y otros Manifiesto Los Intelectuales y los poderes (1973)






Los Intelectuales y los poderes (1973)



Manifiesto donde se sostiene que la cultura de las ilusiones asegura quizá la tranquilidad de los dirigentes, pero desde luego no la calidad de los militantes.

Hace más de medio siglo, la primera guerra mundial rompía la esperanza de ver Europa y, tras ella, al mundo entero avanzar por vías que no fuesen siempre asesinas hacia una democracia mayor, hacia la justicia económica y social y lo que se creía que era “la civilización”. El mundo que hemos heredado es un mundo donde la violencia abierta o disimulada (la de las armas, las instituciones, las penurias) es la dueña. Un mundo de temores, sufrimiento, terror.

En sesenta años, la humanidad ha sufrido dos guerras mundiales, el triunfo y el aniquilamiento del fascismo y del nazismo, los genocidios de los que fueron víctimas los armenios, judíos y gitanos, las masacres desencadenadas por las guerras coloniales. Al mismo tiempo, la tentativa revolucionaria (obrera y socialista) de 1917 en Rusia condujo a la tiranía totalitaria de Stalin, mientras que la Revolución china, campesina y antiimperialista, conoció a través de la “Revolución cultural” la deificación de Mao Zedong y la condena de los recalcitrantes. Estas transformaciones permitieron la puesta a punto de un sistema de co-dominación del planeta por dos partes (Estados Unidos y la Unión Soviética), tres (Estados Unidos, la Unión Soviética y China), y mañana cuatro o cinco, si Japón y Europa se imponen.

Cada vez más cercano, el Tercer Mundo está colonizado por los imperialismos y sometido al pillaje. A menudo sus dirigentes se acomodan en ello y buscan sacar provecho de las fidelidades que les son impuestas. A veces se resiste: la guerra de Indochina fue el punto culminante de ese combate. Entretanto, en países desarrollados, una parte de la juventud se alza contra una sociedad que las nuevas formas del capitalismo abocan al consumo incontrolado, a la injusticia social, a la destrucción de hombres y medios tradicionales y naturales.

En medio de estas conmociones, la importancia social del trabajo intelectual no ha cesado de aumentar. El número de intelectuales crece de manera relativa y absoluta, ya que su trabajo es importante para la producción de riqueza, pues las transformaciones que conoce nuestro planeta deben ser conceptualizadas, explicadas y, llegado el caso, justificadas o combatidas. Pero hay que preocuparse de que los trabajadores intelectuales formen un conjunto coherente con la actividad reflejada. Se puede decir incluso que la tarea política, incluso profética de los intelectuales, ha ido disminuyendo a medida que aumentaba su relevancia social.
Los unos, que son la mayoría, se encierran en tareas parciales que los vuelven a veces cómplices más o menos conscientes de crímenes contra la humanidad: por ejemplo los sabios trabajan por cuenta de las industrias de la guerra más asesinas. Otros son apologistas de los regímenes instalados; algunos elaboran justificaciones ideológicas, incondicionales para los movimientos revolucionarios o que se llaman tales, dispuestos a cambiar de revolución cuando se estiman traicionados por aquella a la que han servido. La función crítica propia de la actividad intelectual, y cuyo abandono es la única traición verdadera de los intelectuales, parece hoy en día, y es un escándalo, la cosa menos extendida del mundo. Y sin embargo, en Occidente es donde los intelectuales son más libres, todavía hoy en día, de criticar a los poderes a los cuales están sometidos o asociados y a aquellos que dominan los países considerados socialistas o los países del Tercer Mundo a los que llaman liberados.

Los abajo firmantes constatan la existencia de un movimiento revolucionario que sacude el orden planetario bajo una forma triple que ninguna teoría ha sabido integrar, por el momento, de forma satisfactoria:

—la revuelta de los pueblos del Tercer Mundo contra los imperialismos y para que las riquezas del planeta sean repartidas de manera justa;

—la revuelta que sacude a los países civilizados, que pone en cuestión las estructuras de la sociedad industrial: la relación entre el capital y el trabajo; la separación entre dirigentes y dirigidos; entre ejecutantes y detentadores del saber o del poder de decisión; el productivismo o la idea, enraizada desde los orígenes del capitalismo, de que la razón de ser de la sociedad es la explotación de la naturaleza, y que eso necesita o justifica la explotación del hombre por el hombre;

—las reivindicaciones de las minorías religiosas, étnicas, sexuales, así como de las categorías oprimidas (mujeres, jóvenes, viejos, trabajadores inmigrantes, etcétera) que afirman, y, según las necesidades, imponen su derecho a la existencia contra las mayorías o los grupos opresivos. La guerra de los pueblos de Indochina contra el imperialismo norteamericano, el Mayo francés, la revuelta del pueblo checoslovaco contra la tiranía del régimen de aparato impuesto por la Unión Soviética, las luchas llevadas a cabo en todo el mundo desarrollado por parte de los trabajadores inmigrados para obtener el simple derecho a vivir, el combate de las mujeres contra el machismo, la lucha del pueblo de Bangladesh, la del pueblo palestino, la lucha contra el etnocidio y el genocidio han sido, son y serán las expresiones de estas transformaciones revolucionarias. Pero declararnos “solidarios” de esas luchas y de esas reivindicaciones no es más que cumplir una parte ínfima, incluso irrisoria de nuestra tarea, si hay alguna que nos sea común. El mundo en que vivimos no es un mundo sencillo donde baste con elegir un ámbito para contribuir al porvenir de la humanidad. Ningún país, ningún régimen, ningún grupo social es portador de la verdad y de la justicia absoluta, y sin duda ninguno lo será jamás. La terrorífica experiencia del estalinismo, la transformación de intelectuales revolucionarios en apologistas del crimen y de la mentira demuestran hasta dónde pueden conducir las identificaciones utópicas y la atracción del poder, esas tentaciones características del intelectual contemporáneo. A meced de los mass media, de la orientación de los aparatos ideológicos, de sus propias pasiones, los intelectuales de Occidente o al menos los que se expresan han tomado posición a favor o en contra del derecho a la autodeterminación del pueblo biafreño, del pueblo bengalí, del pueblo palestino, del pueblo israelí, mientras que la revuelta de Ceilán, condenada por la unanimidad de los Estados, permanecía ignorada por los intelectuales o la mayor parte de ellos. Nosotros pensamos que los intelectuales tienen cosas mejores que hacer que ser los procuradores voluntarios u obligados de las instancias políticas o burocráticas en busca de ideología. Creemos por tanto que debemos recordar aquí abajo algunas propuestas que son para nosotros evidencias morales y políticas fundamentales.

1.No existe el problema del fin y de los medios. Los medios forman parte integrante del fin. De ello resulta que todo medio que no se oriente en función del fin buscado debe ser recusado en nombre de la moral política más elemental. Si queremos cambiar el mundo, es también, y quizás antes que nada, en interés de la moralidad. No hay estrategia racional o científica que no deba ser sometida a la moral adoptada. Si condenamos ciertos procedimientos políticos no es solamente, o al menos no siempre, porque sean ineficaces (pueden ser eficaces a corto plazo), sino porque son inmorales y degradantes, y comprometen a la sociedad del porvenir.

No existe la tortura “buena”, ni la policía política “buena”, no existe dictadura “buena”. No hay campos de concentración “buenos”, ni genocidio “legítimo”. Hay combates necesarios, pero tampoco hay un ejército “bueno”, hay Estados menos malos que otros, pero no hay un Estado “bueno”. Las exacciones, palizas, chantajes, toma de rehenes, sin ser comparables a las torturas, no son “buenas” o “malas” según la causa a la que sirven. Son todos malos, sea cual sea el juicio que se tenga sobre las responsabilidades primeras o las finalidades últimas.

2.No existe ningún apocalipsis revolucionario. La creencia en un apocalipsis tal es una perversión. Una vez llegada al poder, una revolución victoriosa hereda unos conflictos de la sociedad antigua y crea otros nuevos. Así, la construcción de una sociedad socialista, libre e igualitaria no debe ser aplazada a después de la crisis revolucionaria, ya sea local o mundial, sino emprendida antes de la crisis y proseguida durante ésta. Hoy en día, en la vida cotidiana y en las organizaciones, los revolucionarios deben trabajar para establecer entre los hombres y los grupos sociales unas relaciones más justas. El mito de la “gran noche” es mucho más temible dado que la sociedad nacida de una revolución es conflictiva, como todas las sociedades históricas, y que es grande la tentación de adjudicar a “conspiradores” o “saboteadores” la responsabilidad de todo lo que va mal. Todo grupo político que cree poseer la llave de una transformación inmediata y automática de la sociedad es candidato al ejercicio de campos de concentración y torturadora.

3.No existen libertades “formales”, que puedan suprimirse, ya sea “provisionalmente” o en nombre de libertades “reales” o “futuras”, sin inmensos peligros. Cierto, la historia de la humanidad no se confunde con la de las libertades. Puede proseguir sin las libertades; de hecho, sin ellas se ha desarrollado a lo largo de espacios y tiempos inmensos. Pero que las libertades conquistadas y los derechos adquiridos sean una parte de la herencia establecida por la transformación feudal, y después capitalista, en un sector de Occidente, y que puedan, mañana como hoy, servir de coartada a las clases dirigentes, no debe conducirnos a despreciarlas. Por el contrario, hay que extenderlas hasta que ya no sean el privilegio de algunos.

4.La violencia forma parte de nuestro mundo y no nos forjamos la ilusión de que pueda desaparecer con rapidez. Pero constatar su presencia en la historia (la violencia de los opresores que arrastra a la de los oprimidos, los cuales pueden a su vez, con demasiada facilidad, convertirse en opresores) no autoriza a hacer su apología ni a justificarla en todos los casos. Las armas de la crítica, cuando se usan, son superiores a la crítica de las armas.

5.Sea cual fuere la parte del mundo donde se encuentre, el campo en que uno esté comprometido, decir la verdad (decir, al menos, lo que uno humildemente cree que es la verdad) es la tarea principal del intelectual. Debe hacerlo sin orgullo mesiánico, independientemente de todos los poderes y, si es necesario, contra ellos, sea cual sea el nombre que éstos se den (independientemente de las modas, los conformismos, las demagogias). No hay momento en que el intelectual esté justificado para pasar de la crítica a la apologética. No hay César individual o colectivo que merezca la adhesión de todos. El ideal de una sociedad justa no es el de una sociedad sin conflicto (no hay fin de la historia), sino de una sociedad donde aquellos que contestan pueden, a su vez, cuando llegan al poder, ser contestados; de una sociedad donde la crítica sea libre y soberana, y la apologética inútil.

Apelamos a todos aquellos que estén de acuerdo con todo lo que precede a firmar este manifiesto con nosotros.


Philippe J. Bernard, Pierre de Boisdeffre, Jacqueline Bret, Lucien Brunelle, Solange de Carrère, Jean Cassou, Noam Chomsky, Jean-Marie Domenach, Marc Ferro, Marianne Hamilton, Elizabeth Labrousse, Roger Lacombe, François Lebrun, Thierry Leconte, Jean-François Lemettre, Gabriel Marcel, Henriette Marchand, Jean-Daniel Martinet, Edgar Morin, Octavio Paz, Gilles Renaud, Robert Seignobos, Steve Scheinberg, Jean Tavernier, Paul Thibaud, Jean Ullmo, René Verrier, Yves Vincent, René Voge, Paul Volsic, Pierre Waldteufel, y siguen las firmas