lunes, diciembre 14, 2015

Martín Sosa Cameron Sufletul nu este cumva impersonal? * Calatorii



Nuevo libro mío traducido al rumano, contiene dos obras de teatro, Sufletul nu este cumva impersonal? y Calatorii (¿Acaso el alma no es impersonal? y Los viajeros); primera edición en Nueva York, Estados Unidos, segunda, en Iasi, Rumania














Martín Sosa Cameron Interiorul visului (Interior del sueño)




Mi primer libro traducido al rumano, Interior visului (Interior del sueño), de poemas; primera edición en Córdoba, Argentina, segunda en Bucarest, Rumania














O. Paz, G. Marcel, J-D. Martinet y otros Manifiesto Los Intelectuales y los poderes (1973)






Los Intelectuales y los poderes (1973)



Manifiesto donde se sostiene que la cultura de las ilusiones asegura quizá la tranquilidad de los dirigentes, pero desde luego no la calidad de los militantes.

Hace más de medio siglo, la primera guerra mundial rompía la esperanza de ver Europa y, tras ella, al mundo entero avanzar por vías que no fuesen siempre asesinas hacia una democracia mayor, hacia la justicia económica y social y lo que se creía que era “la civilización”. El mundo que hemos heredado es un mundo donde la violencia abierta o disimulada (la de las armas, las instituciones, las penurias) es la dueña. Un mundo de temores, sufrimiento, terror.

En sesenta años, la humanidad ha sufrido dos guerras mundiales, el triunfo y el aniquilamiento del fascismo y del nazismo, los genocidios de los que fueron víctimas los armenios, judíos y gitanos, las masacres desencadenadas por las guerras coloniales. Al mismo tiempo, la tentativa revolucionaria (obrera y socialista) de 1917 en Rusia condujo a la tiranía totalitaria de Stalin, mientras que la Revolución china, campesina y antiimperialista, conoció a través de la “Revolución cultural” la deificación de Mao Zedong y la condena de los recalcitrantes. Estas transformaciones permitieron la puesta a punto de un sistema de co-dominación del planeta por dos partes (Estados Unidos y la Unión Soviética), tres (Estados Unidos, la Unión Soviética y China), y mañana cuatro o cinco, si Japón y Europa se imponen.

Cada vez más cercano, el Tercer Mundo está colonizado por los imperialismos y sometido al pillaje. A menudo sus dirigentes se acomodan en ello y buscan sacar provecho de las fidelidades que les son impuestas. A veces se resiste: la guerra de Indochina fue el punto culminante de ese combate. Entretanto, en países desarrollados, una parte de la juventud se alza contra una sociedad que las nuevas formas del capitalismo abocan al consumo incontrolado, a la injusticia social, a la destrucción de hombres y medios tradicionales y naturales.

En medio de estas conmociones, la importancia social del trabajo intelectual no ha cesado de aumentar. El número de intelectuales crece de manera relativa y absoluta, ya que su trabajo es importante para la producción de riqueza, pues las transformaciones que conoce nuestro planeta deben ser conceptualizadas, explicadas y, llegado el caso, justificadas o combatidas. Pero hay que preocuparse de que los trabajadores intelectuales formen un conjunto coherente con la actividad reflejada. Se puede decir incluso que la tarea política, incluso profética de los intelectuales, ha ido disminuyendo a medida que aumentaba su relevancia social.
Los unos, que son la mayoría, se encierran en tareas parciales que los vuelven a veces cómplices más o menos conscientes de crímenes contra la humanidad: por ejemplo los sabios trabajan por cuenta de las industrias de la guerra más asesinas. Otros son apologistas de los regímenes instalados; algunos elaboran justificaciones ideológicas, incondicionales para los movimientos revolucionarios o que se llaman tales, dispuestos a cambiar de revolución cuando se estiman traicionados por aquella a la que han servido. La función crítica propia de la actividad intelectual, y cuyo abandono es la única traición verdadera de los intelectuales, parece hoy en día, y es un escándalo, la cosa menos extendida del mundo. Y sin embargo, en Occidente es donde los intelectuales son más libres, todavía hoy en día, de criticar a los poderes a los cuales están sometidos o asociados y a aquellos que dominan los países considerados socialistas o los países del Tercer Mundo a los que llaman liberados.

Los abajo firmantes constatan la existencia de un movimiento revolucionario que sacude el orden planetario bajo una forma triple que ninguna teoría ha sabido integrar, por el momento, de forma satisfactoria:

—la revuelta de los pueblos del Tercer Mundo contra los imperialismos y para que las riquezas del planeta sean repartidas de manera justa;

—la revuelta que sacude a los países civilizados, que pone en cuestión las estructuras de la sociedad industrial: la relación entre el capital y el trabajo; la separación entre dirigentes y dirigidos; entre ejecutantes y detentadores del saber o del poder de decisión; el productivismo o la idea, enraizada desde los orígenes del capitalismo, de que la razón de ser de la sociedad es la explotación de la naturaleza, y que eso necesita o justifica la explotación del hombre por el hombre;

—las reivindicaciones de las minorías religiosas, étnicas, sexuales, así como de las categorías oprimidas (mujeres, jóvenes, viejos, trabajadores inmigrantes, etcétera) que afirman, y, según las necesidades, imponen su derecho a la existencia contra las mayorías o los grupos opresivos. La guerra de los pueblos de Indochina contra el imperialismo norteamericano, el Mayo francés, la revuelta del pueblo checoslovaco contra la tiranía del régimen de aparato impuesto por la Unión Soviética, las luchas llevadas a cabo en todo el mundo desarrollado por parte de los trabajadores inmigrados para obtener el simple derecho a vivir, el combate de las mujeres contra el machismo, la lucha del pueblo de Bangladesh, la del pueblo palestino, la lucha contra el etnocidio y el genocidio han sido, son y serán las expresiones de estas transformaciones revolucionarias. Pero declararnos “solidarios” de esas luchas y de esas reivindicaciones no es más que cumplir una parte ínfima, incluso irrisoria de nuestra tarea, si hay alguna que nos sea común. El mundo en que vivimos no es un mundo sencillo donde baste con elegir un ámbito para contribuir al porvenir de la humanidad. Ningún país, ningún régimen, ningún grupo social es portador de la verdad y de la justicia absoluta, y sin duda ninguno lo será jamás. La terrorífica experiencia del estalinismo, la transformación de intelectuales revolucionarios en apologistas del crimen y de la mentira demuestran hasta dónde pueden conducir las identificaciones utópicas y la atracción del poder, esas tentaciones características del intelectual contemporáneo. A meced de los mass media, de la orientación de los aparatos ideológicos, de sus propias pasiones, los intelectuales de Occidente o al menos los que se expresan han tomado posición a favor o en contra del derecho a la autodeterminación del pueblo biafreño, del pueblo bengalí, del pueblo palestino, del pueblo israelí, mientras que la revuelta de Ceilán, condenada por la unanimidad de los Estados, permanecía ignorada por los intelectuales o la mayor parte de ellos. Nosotros pensamos que los intelectuales tienen cosas mejores que hacer que ser los procuradores voluntarios u obligados de las instancias políticas o burocráticas en busca de ideología. Creemos por tanto que debemos recordar aquí abajo algunas propuestas que son para nosotros evidencias morales y políticas fundamentales.

1.No existe el problema del fin y de los medios. Los medios forman parte integrante del fin. De ello resulta que todo medio que no se oriente en función del fin buscado debe ser recusado en nombre de la moral política más elemental. Si queremos cambiar el mundo, es también, y quizás antes que nada, en interés de la moralidad. No hay estrategia racional o científica que no deba ser sometida a la moral adoptada. Si condenamos ciertos procedimientos políticos no es solamente, o al menos no siempre, porque sean ineficaces (pueden ser eficaces a corto plazo), sino porque son inmorales y degradantes, y comprometen a la sociedad del porvenir.

No existe la tortura “buena”, ni la policía política “buena”, no existe dictadura “buena”. No hay campos de concentración “buenos”, ni genocidio “legítimo”. Hay combates necesarios, pero tampoco hay un ejército “bueno”, hay Estados menos malos que otros, pero no hay un Estado “bueno”. Las exacciones, palizas, chantajes, toma de rehenes, sin ser comparables a las torturas, no son “buenas” o “malas” según la causa a la que sirven. Son todos malos, sea cual sea el juicio que se tenga sobre las responsabilidades primeras o las finalidades últimas.

2.No existe ningún apocalipsis revolucionario. La creencia en un apocalipsis tal es una perversión. Una vez llegada al poder, una revolución victoriosa hereda unos conflictos de la sociedad antigua y crea otros nuevos. Así, la construcción de una sociedad socialista, libre e igualitaria no debe ser aplazada a después de la crisis revolucionaria, ya sea local o mundial, sino emprendida antes de la crisis y proseguida durante ésta. Hoy en día, en la vida cotidiana y en las organizaciones, los revolucionarios deben trabajar para establecer entre los hombres y los grupos sociales unas relaciones más justas. El mito de la “gran noche” es mucho más temible dado que la sociedad nacida de una revolución es conflictiva, como todas las sociedades históricas, y que es grande la tentación de adjudicar a “conspiradores” o “saboteadores” la responsabilidad de todo lo que va mal. Todo grupo político que cree poseer la llave de una transformación inmediata y automática de la sociedad es candidato al ejercicio de campos de concentración y torturadora.

3.No existen libertades “formales”, que puedan suprimirse, ya sea “provisionalmente” o en nombre de libertades “reales” o “futuras”, sin inmensos peligros. Cierto, la historia de la humanidad no se confunde con la de las libertades. Puede proseguir sin las libertades; de hecho, sin ellas se ha desarrollado a lo largo de espacios y tiempos inmensos. Pero que las libertades conquistadas y los derechos adquiridos sean una parte de la herencia establecida por la transformación feudal, y después capitalista, en un sector de Occidente, y que puedan, mañana como hoy, servir de coartada a las clases dirigentes, no debe conducirnos a despreciarlas. Por el contrario, hay que extenderlas hasta que ya no sean el privilegio de algunos.

4.La violencia forma parte de nuestro mundo y no nos forjamos la ilusión de que pueda desaparecer con rapidez. Pero constatar su presencia en la historia (la violencia de los opresores que arrastra a la de los oprimidos, los cuales pueden a su vez, con demasiada facilidad, convertirse en opresores) no autoriza a hacer su apología ni a justificarla en todos los casos. Las armas de la crítica, cuando se usan, son superiores a la crítica de las armas.

5.Sea cual fuere la parte del mundo donde se encuentre, el campo en que uno esté comprometido, decir la verdad (decir, al menos, lo que uno humildemente cree que es la verdad) es la tarea principal del intelectual. Debe hacerlo sin orgullo mesiánico, independientemente de todos los poderes y, si es necesario, contra ellos, sea cual sea el nombre que éstos se den (independientemente de las modas, los conformismos, las demagogias). No hay momento en que el intelectual esté justificado para pasar de la crítica a la apologética. No hay César individual o colectivo que merezca la adhesión de todos. El ideal de una sociedad justa no es el de una sociedad sin conflicto (no hay fin de la historia), sino de una sociedad donde aquellos que contestan pueden, a su vez, cuando llegan al poder, ser contestados; de una sociedad donde la crítica sea libre y soberana, y la apologética inútil.

Apelamos a todos aquellos que estén de acuerdo con todo lo que precede a firmar este manifiesto con nosotros.


Philippe J. Bernard, Pierre de Boisdeffre, Jacqueline Bret, Lucien Brunelle, Solange de Carrère, Jean Cassou, Noam Chomsky, Jean-Marie Domenach, Marc Ferro, Marianne Hamilton, Elizabeth Labrousse, Roger Lacombe, François Lebrun, Thierry Leconte, Jean-François Lemettre, Gabriel Marcel, Henriette Marchand, Jean-Daniel Martinet, Edgar Morin, Octavio Paz, Gilles Renaud, Robert Seignobos, Steve Scheinberg, Jean Tavernier, Paul Thibaud, Jean Ullmo, René Verrier, Yves Vincent, René Voge, Paul Volsic, Pierre Waldteufel, y siguen las firmas



NIKOLAI GUMILEV Poemas






NIKOLAI   GUMILEV
(1886-1921)

Nació en la fortaleza de Kronstadt, en la familia de un médico naval. Estudió en la Universidad de San Petersburgo y en la Sorbona. En 1910 se casó con Anna Ajmátova. Tuvieron un hijo.
   Viajó mucho por Europa, Egipto y Abisinia. Al principio de la primera guerra mundial partió como voluntario al frente, donde, por su coraje, recibió una condecoración.
   Fue ejecutado en Leningrado en 1921 por conspirar contra el gobierno de los soviets.
   Pocas horas antes de la ejecución, escribió a su mujer: “no te inquietes. Me siento bien, leo a Homero y compongo versos”. Un poco más tarde esperó, sonriendo, el disparo de los fusiles.
   Fue fundador del “Acmeísmo”, movimiento poético que tuvo sus raíces en el simbolismo.

   Su poesía desarrolla la idea del “hombre valeroso”, que lucha por su derecho de vivir y morir de acuerdo con sus principios.



SONETO

   Como un conquistador en coraza de hierro
salí al camino y voy alegremente.
Descanso en el jardín dichoso,
o me inclino hacia quebradas y abismos.

   Por el cielo turbio y sin estrellas
a veces crece la niebla; pero río y aguardo
y tengo fe en mi estrella, como siempre,
yo, conquistador en coraza de hierro.

   Y si en este mundo no está en nuestra mano
desoldar el último eslabón,
que llegue la muerte; estoy llamándola...

   Lucharé con ella hasta el final
y tal vez mis dedos moribundos
aun puedan lograr un lirio azul...

(“El camino de los conquistadores”, 1905)



LA   CITA

   Hoy tú vendrás hacia mí.
Hoy por fin comprenderé
por qué es tan triste y extraña
la soledad con la luna.

   Pálida te detendrás
y en silencio te quitarás la capa.
¿No es así como la luna
se levanta del bosque tupido?

   Hechizado por la luna,
encadenado por ti,
seré feliz con mi vida,
las tinieblas y el silencio.

   Así la bestia de las selvas tristes
al sentir la primavera
escucha el susurro de las horas
y mira pasar la luna.

   Cautelosa se desliza en el barranco
a despertar los sueños de la noche
y su paso ágil arregla
con la marcha de la luna.

   Como ella quiero callarme,
mirar y languidecer,
guardando solemne silencio,
tu silencio, oh, Noche...

   Y habrá muchas lunas claras
en mí y a mi alrededor;
pálida costa de dunas
se abrirá llamándome.

   El mar verde y rumoroso
me traerá de las tinieblas
corales, flores y perlas,
dones de tierras lejanas.

   Y el aliento de mil seres
desvanecidos hace mucho tiempo,
y el sueño obscuro de las cosas mudas,
y el estrellado vino.

   ...Partirás y escucharé
el último canto de la luna
y veré de nuevo cómo surge el día
sobre la calma de las dunas pálidas.

(“Las perlas”, 1910)



DON   JUAN



   Altivas y sencillas son mis ansias:
empuñar el remo, poner el pie al estribo,
engañar al tardío tiempo fugitivo
y en nuevos labios beber nueva fragancia.

   En la vejez, el precepto de Jesús:
bajar la vista, llevar nieve en la frente,
y en el alma llevar cual penitente
la carga redentora de una cruz.

   Tan sólo cuando en una orgía triunfante
me recobro ya hastiado de placer,
asustado de la soledad y el frío,
me recuerdo, átomo insignificante,
que no tuve nunca niños de mujer
y nunca llamé a un hombre “hermano mío”

(“Las perlas”, 1910)



SONETO

   Tal vez estoy enfermo... Hay brumas en mi corazón.
Todo me aburre... La gente y sus cuentos.
Sueño con los regios diamantes
y con un ancho yagatán ensangrentado.

   Me parece que mi abuelo debía ser
un tártaro de ojos rasgados,
o quizá el huno cruel... y el aliento de la herencia
venida a través de siglos, me posee.

   Quedo mudo y ansioso... Se borran los muros,
y veo el mar rizado de blancas espumas,
y la roca de granito, bañada de sol.

   Veo la ciudad con sus cúpulas azules,
sus jardines florecidos de jazmines...
¡Allí luchamos, y allí fui muerto yo!...

(“Cielos ajenos”, 1912)



MUERTE

   Hay muchas vidas dignas,
sólo una digna muerte.
Bajo las balas, en esas zanjas quietas
uno cree en la bandera de Dios.

   Por eso se sabe con tanta claridad
que a la hora única y severa,
a la hora en que como una nube roja
el día querido se aleja de los ojos,

   la bóveda celeste se abrirá
frente al alma, y, por las nubes,
blancos caballos la llevarán
hasta la altura deslumbrante.

   Allí hay un jefe en radiante coraza,
con yelmo de rayos estrellados;
hay trompeteros de alas ígneas
llamando a la antigua fiesta de la guerra.

   Aquí, sobre la tierra, también
la misma muerte está clara y sencilla:
aquí el compañero se aflige sobre el caído
y le besa los labios.

   Aquí, el padre con su sotana rota,
enternecido, canta la oración;
aquí se toca una marcha majestuosa
sobre el montón que ya apenas se ve.

(“El aljaba”, 1916)



LA   OFENSIVA

   Aquel país que podría ser un paraíso

se convirtió en guarida de fuego.
Avanzamos cuatro días,
cuatro días de no comer.

   No es preciso el manjar terrestre
a esta hora extraña y clara,
porque la palabra de Dios
nos mantiene mejor que el pan.

   Las semanas cubiertas de sangre
son deslumbrantes y ligeras...
Sobre mí se desgrana la metralla,
y más rápidas que aves vuelan las espadas.

   Grito, y mi voz salvaje
es cobre golpeando el cobre.
Yo, portador del gran pensamiento,
no puedo, no puedo morir.

   Como martillos de trueno,
o como olas de mares enojados,
el corazón rubio de Rusia
late, rítmico, en mi pecho.

   ¡Oh, qué blancas las alas de la victoria!
¡Cómo fulguran sus ojos!
¡Oh, qué sabia es la voz
de su trueno purificador!

   Tan dulce es lucir la victoria
como cubrir a una mujer de perlas,
y pasar sobre la humeante huella
del enemigo en retirada.

(“El aljaba”, 1916)



INVITACIÓN   AL   VIAJE

   ¡Partamos! ¿No te gustaría escuchar
a la hora en que se yergue el sol
las extrañas baladas y los cuentos
de las rosas de Abisinia?

   Cuentos de antiguas reinas magas,
de leones coronados de flores,
de los ángeles negros, de las aves
que tienen su hogar entre las nubes.

   Allí haremos de abeto nuestra casa:
esquineros de piedra le pondremos;
los paneles serán roja caoba
y los pisos serán de palisandro.

   Hallaremos un viejo musulmán
que en monótona voz ha de leernos
la canción de Rustem y de Zorab,
y el amor de los reyes y las vírgenes.

   En los montes donde el viento grita
cortaré la madera: altivos cedros
que vendrán olorosos de resina
y plátanos que se elevan hasta el cielo.

   Tú estarás con las flores entretanto,
y he de regalarte una gacela
con los ojos tan tiernos que parezcan
el lejano cantar del caramillo.

   Tendrás también un ave del paraíso
más hermosa que las rojas auroras
para adornar con sus alas irisadas
la milagrosa mata rubia de tu pelo.

   Y cuando el carro de la vida
se deslice hacia la meta fatal,
sin pesar le veremos alejarse
y a la muerte diremos: “¿es hora ya?”

   Sin tormentos, sin vagas fantasías
partiremos hacia el reino de Dios,
saludando con sonrisa clara
las regiones que ya vimos otra vez.



(De “Los versos inéditos”, 1916-1918)



LA   QUE   DERRAMA   LAS   ESTRELLAS

No siempre eres ajena y orgullosa
y no es siempre que no me deseas.

Queda, queda y tierna como en un sueño
sueles venir a veces hacia mí.

Sobre tu frente hay un mechón espeso
que no me atrevo a besar.

Y tus grandes ojos se encienden
con la luz mágica de la luna.

Mi amiga tierna, mi implacable enemiga:
tan bendito es cada paso tuyo,

como si pisaras sobre mi corazón
derramando estrellas y flores.

No sé adónde las cogiste
ni por qué te ves tan clara...

¡Oh, quien gozó de un instante a tu lado
ya no podrá desear nada más en la vida!

(“La hoguera”, 1917)



EN   BRETAÑA

   Salud, oh, mar... Tú eres de esos mares
por donde navegan las galeras
y caballeros vestidos de seda
conquistaban a los reyes bárbaros.

   ¿No es extraño que yo quiera más
aquellos mares temibles
donde hay tiburones y quimeras,
terror de pescadores de piel negra?

   Aquellos mares... Oigo su ronca voz
y veo sus celajes de arrebol
en la quietud nocturna de mi cuarto,
a la hora en que me siento flecha y arco
y es mi alma sólo éxtasis y anhelos
frente a la belleza de la mujer.

(“La hoguera”, 1917)



...

   Tan sólo al terciopelo negro
donde queda olvidado un diamante
podría comparar la mirada
de sus ojos que parecen cantar.

   Su carne de porcelana
me atormenta con blancura tan vaga
como un pétalo de azucena
bajo la luna moribunda.

   Aunque sean de cera las tiernas manos,
la sangre en ellas cálida está
como una vela inextinguible
frente a la imagen de María.

   Y Ella toda es ligera como una alondra
que en el tiempo claro del otoño
se prepara ya a despedirse
de esta su triste tierra del Norte.

(“A la estrella azul”, 1918)